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sábado, 9 de diciembre de 2006

Flatline





-¡Preparen la sala de emergencias, tenemos un código azul!
-Le ha dado un ataque.
-Sufre paro cardíaco. ¡Preparen desfibrilador! ¡Despejen!
-300. ¡Atrás!
-No hay respuesta.
-¡Otra vez! ¡Apártense!
-Sin respuesta aún.
-Subiendo a 360. ¡Apártense!
-¡Nada! No oigo nada.
-Prepara una intracardíaca...
-...no hay latidos, lo perdemos...




-Sé que es difícil comprender esto -dijo Carl, mientras hacía una pausa para encender un cigarrillo-, pues estamos habituados a despertar e inmediatamente sentir los síntomas de lo que conocemos como "vida".
Incluso en nuestros sueños arrastramos fragmentos de nuestro supuesto mundo consciente.
Pero, por un instante imaginemos que somos capaces de sumirnos en un sueño eterno. ¿Podríamos decir: que hemos muerto por carecer de la estructura de nuestro mundo tangible?


- ¿Adonde quieres llegar? -Dijo Lether.

Carl, volteó la cabeza hacia ella y preguntó.

-¿Acaso nunca te preguntaste si existe realmente la vida fuera del estado de conciencia al que conocemos como vigilia?

-Creo que ya has bebido demasiado.
-Sentenció, Lether.

-Y, ¿qué me dices de nuestra capacidad auto destructiva? -continuó Carl mientras miraba el cigarrillo- Aunque resulte contradictorio, todo indica que la vida no encaja en nuestra existencia.

-Nunca escuché tantas estupideces juntas.
-Interrumpió Lether- ¿Estás diciendo que el hombre está condenado a vivir una mentira finita, mientras esté despierto? ¿Que lo que conocemos como “vida”, es sólo una farsa onírica, producto de un caprichoso experimento cósmico?
Claro, me vas a decir que existe un gran complot universal para usarnos como conejillos de la India. ¿Con qué fin? ¿Por quien? Estoy de acuerdo en que existen quienes adoptan modelos existenciales preconcebidos, limitando así su concepción del mundo a sus subjetividades, la mayoría quizás, y esto puede llevarnos a pensar que responden a pautas prefijadas; pero ¿que hay de aquellos que alcanzan la conciencia objetiva?

-No. Estoy diciendo que, lo que conocemos como “vida”, quizás no sea más que interferencia de onda en el espectro existencial; como ruido blanco en una señal de radio... -quedó un instante en silencio y continuó- ... quizás no sea aleatorio, tal vez sea una señal inyectada que cumple con un patrón definido. -Volvió a mirar a Lether y dijo- Por otro lado, mientras el ser humano se encuentre enfrascado en su percepción de la realidad, como tú dices: “preconcebida”, y los límites que la materia le impone, es imposible que alcance el estado de conciencia del que hablas; nómbrame uno que lo haya hecho. -Aspiró profundamente su cigarrillo y prosiguió- ¿Nunca te preguntaste: a que se debe esa eterna disconformidad humana, la gran búsqueda del sueño americano?

-En otras palabras -dijo Lether sonriendo-, estamos aquí por el mero capricho de un creador que nos utiliza como sus juguetes. Somos simples consciencias incorpóreas que vivimos una ilusión temporal inducida, a la que llamamos vida, que respeta un modelo y que nos permite experimentar en un supuesto plano físico de la conciencia. ¡Tonterías!

-¿Quien habló de Dios? -dijo Carl-. Si quieres verlo así, está bien. Es darle un sentido místico al asunto.


Él no acababa el cigarrillo, cuando Lether se despidió con un beso en la frente y se retiró a la habitación. A su espalda, Carl continuó exponiendo las bases de su teoría:

-Piensa. El ser humano durante toda su vida persigue un objetivo y al alcanzarlo, se siente vacío, insatisfecho, con la necesidad de ir tras de otro. Clara demostración de que la vida no le satisface...


-No te acuestes tarde. -Le dijo Lether, mientras entornaba la puerta de la habitación.


-...la vida no encaja en nuestra existencia. -concluyó Carl, para sí.


Deslizó su espalda contra el ventanal del living y se dejó caer suavemente al suelo hasta quedar sentado.
La siguiente media hora, Carl, se sumió en sus pensamientos. Repetía una y otra vez la teoría en su mente.
La idea de una existencia en el escenario de lo físico le resultaba absurda:

"¿Qué sentido tiene un mundo con límites perfectamente prefijados, incluso la “vida”? ¿Y si Lether no estaba equivocada y todo formaba parte de un plan? ¿Pero quién podría estar detrás de ello?"

El segundero del reloj de la sala fraccionaba el silencio de la noche. Carl, comenzó a acompañar cada golpe de la delgada aguja, abriendo y cerrando la tapa del encendedor.
Le calmaba hacerlo. Le ayudaba el pensar que había algo que podía controlar: el sonido del segundero, representando una realidad inalterable, exacta, continua y monótona y él, como un observador ajeno a aquel entorno; que podía interactuar a su voluntad, acompañando a su antojo cada golpe.
Consciente de que podía quebrantar aquella armonía rítmica en cualquier momento; o interrumpirla si así lo deseaba.

Se incorporó y caminó hacia la habitación. La puerta estaba entreabierta; ella la había dejado así, respetando el ritual de cada noche. Se recostó sobre el marco de la misma y quedó observándola unos minutos.
Lether; mi “pequeña Leth”. -Pensó. Así le gustaba llamarle. Disfrutaba mirarla dormir, cada noche desde su sillón, mientras trabajaba; pues ella era lo único real en su mundo.
Acostumbraba a bromear, diciéndole:

-Eres el mejor de mis hábitos; que por cierto, no son pocos. -A lo que ella contestaba:
-Y el más sano de todos, aunque insistas en negarlo.

Ingresó a la habitación y se acercó a la cama; se sentó un instante a su lado; acarició con el torso de la mano suavemente su frente; se inclinó sobre ella y le murmuró al oído:

-Ahora comprendo todo. La respuesta está del otro lado de la linea.

Salió de la habitación y cerró la puerta, procurando no hacer ruido para no despertarla. Se dirigió hacia el baño. Tomó el vaso del estante, mientras que con su otra mano abría el grifo del agua del lavabo. Llenó el vaso; extrajo del bolsillo izquierdo de su pantalón 3 píldoras que había comprado camino del trabajo a su casa.
En ese momento volvió a su mente la breve charla con aquel sujeto. Un dealer ruso de 31 años apodado “el farmacéutico”, con quien había concertado, esa mañana desde su oficina, una cita telefónica, en la que acordaron verse a las 21:30 hs. Aún tenía su número, puesto que ese individuo representaba su primer caso como fiscal y su primer derrota. Pero de aquel hecho, ya habían transcurrido 10 años.


-Oiga amigo, ¿lo conozco? -preguntó el vendedor a Carl, con sarcasmo- Con solo mirarlo, uno puede darse cuenta que no pertenece a este mundo. Tenga cuidado con éstas o cruzara la línea.
-Quizás eso intente mas tarde.
-Contesto Carl, mientras caminaba hacia su auto.
-¿De que habla amigo? ¡Hey, se lo advertí!. ¡Oiga imbécil malnacido, no quiero problemas!

Pero Carl ya había obtenido lo que quería de ese sujeto y no tenia en mente entablar una conversación, por lo que puso en marcha el vehículo y se marchó.





...extrajo del bolsillo izquierdo de su pantalón 3 píldoras...
colocó las tres en su boca y bebió de un trago el vaso con agua. Se miro al espejo; relajó su cuello en un movimiento circular de su cabeza; y volvió a mirarse fingiendo una sonrisa.

-La respuesta esta del otro lado de la linea. -Dijo a su imagen en el espejo mientras dibujaba con el dedo índice de la mano derecha una línea longitudinal sobre el vidrio. Y continuó diciendo:

- No me mires con esa cara, tu no eres mas real que yo.


Continuará...



domingo, 3 de diciembre de 2006

En la mesa de un bar






Cuento publicado en "Los rostros y las tramas" de Editorial Dunken.




Estaba apoyado sobre la mesa de fórmica de un bar (cuyo dibujo era una vulgar imitación de roble, que mucho distaba de reflejar el espíritu y aroma de aquella noble madera) embelesado por el reflejo de las luces de los tubos fluorescentes, que se reflejaban en un plato de losa con vestigios de un guisado de lentejas; sin molestar a nadie... o al menos eso pensaba... diciéndome: qué curioso; que estos sitios tan impersonales; de una arquitectura fría, producto quizás de un arquitecto sin alma; de paredes lisas en tonos de ausencia de sensaciones; de pisos sistemáticos de caprichosa geometría; se convirtieran en ciertos momentos del día, en el refugio de poetas, prostitutas, peones de albañil, oficinistas, estudiantes y vaya a saber qué otra curiosidad, de esta rica fauna humana, que se reunían, más allá de por la simple necesidad de llenar sus estómagos, con un plato de comida o un café caliente, para intercambiar una amplia gama de emociones; de una complejidad asombrosa por momentos y por otros, de una monotonía que resecaba el alma.Y yo estaba allí. Como un simple observador objetivo. Un insignificante ser que no encajaba en aquella acuarela de tan variadas tonalidades.Claro, debo admitir, que había momentos en que disfrutaba de mi casi imperceptible presencia. De este modo podía infiltrarme en las más diversas conversaciones, que consistían a veces en intrincados planteamientos filosóficos acerca del amor y otras, de una simpleza tal, que no podían ser otra cosa que producto de una mente mediocre.Pero hubo una conversación en especial que llamó mi atención.A dos mesas de donde me encontraba, había sentada una joven de unos veinte y tantos años, de cabellos lacios y cortos color rojizo, que caían sobre su rostro como una pañoleta, resaltando su piel blanca.Al principio me desconcertó un poco, hasta llegué a pensar que me estaba hablando a mí. Miré a mi alrededor, como suele hacerse en estas situaciones en busca del receptor de la charla y fue, cuando volví a fijar la vista en ella, que me dí cuenta que en realidad, la joven estaba hablando a solas.Traté de agudizar mi oído, puesto que su voz era muy tenue y se perdía en el sonido de las voces de las otras mesas, que conformaban un zumbido grave a modo de mantra, y que por momentos sentía como si fuese capaz de abrir mi mente a percepciones y poderes supra-normales, tomando conciencia de mí, como parte de un todo y perdiendo la perspectiva de individualidad, ajena al entorno, que habíamos logrado con mi locutora.

“...te juro que traté. No sé porqué no me animé a quedarme con vos. Sé que esta decisión me va a pesar el resto de mi vida...”.

Por un momento pensé que se trataba de otra historia de amores truncos, de amantes cobardes, del temor a que en un momento de nuestras vidas, ya no nos convenza la mentira de que no necesitamos a alguien. Pero de todas formas, seguí escuchando.

“...no puedo sacar de mi mente el sonido de tu primer llanto, de tus ojos explorando mi rostro cuando te pusieron en mis brazos...Y tampoco entender porqué, aunque sabía que nuestro encuentro sería breve, busqué tu nombre durante tu dulce compañía dentro mío y nos imaginé riendo y llorando juntos...”.

Ya no me quedaban dudas. Era un hecho que aquella joven de dos mesas de distancia, debería enfrentar con valor su cobardía.Fue entonces que la miré decidido como para decirle algo, cuando de pronto me sobresaltó el sonido de la tasa de café golpeando contra la mesa. Y si bien amigos míos, me hubiese gustado quedarme aunque sea en silencio para acompañarla en su duelo, tanto ustedes como yo sabemos, que no es seguro para nosotras las moscas, quedarnos mucho tiempo sobre una mesa de un bar.

Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)


Y sólo quedaban tres cigarrillos






Hoy tenía decidido dejar de fumar. Éste sería mi último atado de Gitanes sin filtro. Había discutido con Andrea muchas veces al respecto y, si bien ella fuma -cigarrillos rubios-, el simple hecho de que yo encendiera uno y exhalara el humo, era tema de discusión:

-Sabes que me molestan esos habanos. -Así los llamaba ella; y esto daba pie, a mi reiterado argumento de las bondades de la pureza del tabaco negro, en contrapartida de la química del tabaco rubio y, como apoyo a mis convicciones, agregaba: si sólo existiesen cigarrillos rubios, dejaría de fumar.Recuerdo que sólo sentí un fuerte ardor en la boca del estómago, luego de la primer puñalada; las dos que siguieron me fueron indiferentes. Tan solo me dejé caer, mientras miraba a aquellos hombres subirse a mi auto.Hoy tenía decidido dejar de fumar... y sólo quedaban tres cigarrillos.

Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)


Café irlandés





Cuento seleccionado para ser publicado en "El arca de los cuentos" de Editorial Dunken.




Comenzamos a hablar por circunstancialidad. Ella dijo:

-Siempre quise saber, qué le da este sabor especial. -Yo la miré y pregunté:

-¿qué?

-Hablo del café irlandés. -respondió.

En esa época, yo estaba haciendo un curso de fotografía, y cada miércoles -luego de la clase- iba a un bar ubicado en la Avenida Corrientes al 700, para pasar un rato al que suelo llamarle: soledad en compañía.Pregunté si podía sentarme a su mesa y ella aceptó.Al principio hablamos de temas triviales; de lo que suelen charlar dos personas que lo único que conocen una de la otra es: ese entorno concreto actual sin pasado -que en la mayoría de los casos, alcanza un futuro a corto plazo-, y cuya duración está supeditado a lo que dure la conversación y hasta quizás, condenado, a ni siquiera ocupar un lugar en nuestra memoria.Pero en esa oportunidad, todo indicaba que no respetaríamos el inquebrantable código de este tipo de charlas casuales, y fue así, que fuimos adentrándonos en aspectos más íntimos de nuestras vidas.Ella me dio a probar de su café, y en unos minutos, nos vimos en la necesidad de repetir el pedido. Esta vez fueron dos.A medida que la conversación avanzaba, no pude evitar el distraerme por momentos, perdiendo el hilo de la charla; lo que en ningún instante se debió: a un escape por falta de interés en la misma, sino mas bien, a la falta de resistencia, de mi parte, ante su belleza. Por lo que, bastaba sólo un gesto, una mirada y hasta inclusive un silencio -los que manejaba con precisión poética- para que tanto sus palabras, como el entorno mismo, pasaran a un segundo plano. Yo sólo quedaba observándola, sin atreverme a interrumpir.Comenzamos a frecuentarnos. En un principio fueron: salidas al cine, a algún pub donde tocaran jazz -a ella le fascina-, o simples caminatas en las que nos sorprendía la noche en sitios que no conocíamos.Y no pasó mucho tiempo antes de que, nuestras salidas -al igual que aquellos silencios de nuestro primer encuentro- se convirtieran en palabras no pronunciadas en su cuerpo, en el sutil lenguaje de su aliento en mi cuello, en el agridulce sabor de su esencia en mi boca; y nos recluíamos en mi departamento durante días.Cada mes, nos citábamos en aquel café, para repetir a modo de juego, el encuentro que había dado inicio a nuestra relación; y ella comenzaba diciendo:-Siempre quise saber, qué le da este sabor especial.Claro está que, al no entrar en juego la espontaneidad, corríamos con cierta ventaja con respecto a nuestra primera charla; lo que nos brindaba la posibilidad de manejar a nuestro antojo la situación, improvisando así, diferentes formas de: cómo podría haber sido la misma; las que a veces, eran de un ingenio tal que, no podíamos mantener la seriedad en nuestros papeles y estallábamos en unas carcajadas.Fue así que, un miércoles asistí a lo que sería nuestra décima cita. Al sentarme a la mesa en la que solía hacerlo siempre, se acercó el mozo y me entrego una nota. Era de Camila -ese es su nombre-, y la misma decía:

"No pido me disculpes por no tener el valor de hacer esto en persona, pero sí que me comprendas. Sabes que me sería difícil hacerlo de esa forma, pues me convencerías a desistir de mi decisión. Conocí a otra persona. Su nombre es Pablo. Mentiría si te dijera: que sé como paso; ya que tanto vos como yo sabemos, que hay cosas que ocurren por casualidad.

Camila"

No volví a tener noticias acerca de ella. Ni siquiera intenté llamarla. Aunque mantuve la costumbre, y es así que, el segundo miércoles de cada mes, voy al bar de la Avenida Corrientes al 700 y me siento en la mesa de siempre.Si alguno de ustedes suelen frecuentar este bar, en busca de: un momento de soledad en compañía, no tienen más que acercarse a la barra, pedir un café irlandés y sentarse a mi mesa. Sólo deben preguntar por Mónica.

Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)


Bosquejo de un intento de suicidio




Golpeó tres veces contra la pared y apretó los puños para no llorar.
Se sentó durante horas en su viejo sillón sin mencionar palabra.
Giró su rostro hacia la cómoda; respiró profundo dándose un segundo para volver a pensar en ello.
Caminó lento hacia allí; abrió el cajón de la derecha; sacó la ’38 y una bala.
Colocó la bala en el tambor y presionó con fuerza el arma entre sus manos.
Se sentó a la máquina y escribió algunas palabras que abordaron su mente como fotografías en sepia:

Laura...
...una sonrisa en tonos de otoño...
....soledad

Volvió a golpear la mesa ahogando el llanto.
Encendió un cigarrillo sin pensarlo; hacía un año que había dejado de fumar y aún guardaba medio atado.
Miró durante un rato la TV (no importa cuánto). Se puso el abrigo y salió sin cerrar la puerta.
Bajó
....las
.....escaleras
.......lentamente.
Se detuvo un instante en la calle; encendió otro cigarrillo... aspiró hasta llenar por completo sus pulmones... y tosió.
Caminó algunas cuadras (por un momento pudo distraerse); se detuvo frente a la tienda de antigüedades, tomó una botella de la basura y la arrojó con fuerza contra el vidrio. De niño siempre quiso hacerlo.
Corrió unos minutos como loco y cuando se sintió exhausto, se apoyo en la pared de la vieja fábrica (ahora un shopping), y rió, con nerviosismo, satisfecho.
Detuvo un taxi y fue hasta el puerto; dolía respirar el aire frío. Introdujo la mano en su abrigo buscando el arma. Palpó un bolsillo... luego el otro.

-¡¿Cómo pude olvidarla?! -Gritó furioso.

Volvió a su casa maldiciendo su memoria. Arrojó el arma a la basura y se sentó en el sillón en silencio hasta quedarse dormido.


Mañana le esperaba un día duro.


Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)



De policías y ladrones




-¡Suelta el arma y tírate al suelo! -gritó O' Connors, detective del distrito 5ª de Manhattan-. Así es, muy despacio; separa las piernas y coloca las manos a la espalda.
Apresó las mismas con sus esposas y comenzó a recorrer el cuerpo del sujeto -ahora indefenso-, con la palma de la mano izquierda como había hecho cientos de veces; pero en esta oportunidad, con una satisfacción indescriptible. No dejó geografía del cuerpo sin inspeccionar; su experiencia le decía que así debía hacerlo. O' Connors, había trabajado en el caso durante más de un año y medio y, recreado en su mente este momento, hasta el más ínfimo detalle.
Su respiración agitada, era una muestra clara de la excitación que le causaba: el ponerle fin a aquello que, le había ocasionado tantas noches de insomnio, entre humo de cigarro y whisky barato.
El detective O' Connors y su compañera, la detective Burke, hicieron el amor toda la noche. Por la mañana él le quitó las esposas y acordaron repetir aquel juego: de policías y ladrones.


Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)



El regreso





Sonaba en la radio de la cafetería “It might be you” de Stephen Bishot. Laura sonrió mientras jugaba con su dedo índice siguiendo el contorno del borde de la taza de café caliente. Ese tema era uno de sus favoritos; solía cantarlo acompañándose con su guitarra en las reuniones de amigos en su pueblo natal; pero aquello, era ahora sólo un recuerdo de su adolescencia.
Cuando cumplió los 18 años, al terminar sus estudios secundarios, viajó a Buenos Aires para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de la UBA. Para aquella ocasión se preparó una gran reunión familiar, a modo de despedida, en la que se repasaron viejas fotos y se contaron aquellas anécdotas de su niñez, las que en otro momento al escucharlas de la voz de su madre le hubiesen avergonzado y terminado en un reproche, pero que esta vez sonaban distinto y solo se dedicó a escucharlas con una sonrisa, una dulce mirada y algunas que otras lágrimas. Cuando ya se habían retirado todos y Laura se acostó, escuchó la voz de su padre a la puerta de su habitación preguntando si podía pasar un instante. Hacía mucho tiempo que eso no sucedía, y por un momento se sintió esa niñita que años atrás, se escondía debajo de las sábanas, cuando su padre entraba a darle el beso de las buenas noches y a contarle algunas de sus historias fantásticas de las que ella era siempre protagonista. -Sí, pasa. -Dijo con voz infantil, mientras se cubría la cabeza con las sábanas. Ambos rieron por un momento. Su padre se sentó en el borde de la cama, introdujo sus dedos en el bolsillo de la camisa y extrajo unas llaves.

-¿Que es eso? -Preguntó ella.
-Unas llaves. -Contestó él.
-Sí, veo. ¿Pero de qué?

Su padre había comprado y arreglado en sus momentos libres, un Volkswagen Beetle modelo '72, el que mantenía oculto en el granero cubierto con una lona.

Ella se incorporó y lo abrazó con fuerza.

-Bueno, bueno. -Dijo él sonriendo-. Ten consideración de tu padre que ya está sintiendo los efectos de la edad en su cuerpo.

Ambos pasaron el resto de la noche sentados en el auto escuchando la radio y conversando.


Luego de algunos meses de vivir en una pensión de estudiantes, la que pagaba con el dinero que le enviaban sus padres, consiguió un trabajo en un Banco como administrativa, lo que le dio la independencia necesaria para solventar los gastos del estudio y el alquiler de un departamento de un ambiente en el barrio de Flores.
Ya habían pasado tres años desde su partida y era la primera vez que volvía a su pueblo para visitar a sus padres, aprovechando las vacaciones lectivas de invierno. Si bien, durante todo este tiempo, había mantenido comunicación con ellos a través de llamadas telefónicas y vía e-mail, la alegría que le producía la idea de poder abrazarlos y volver a tener esas charlas “a la manera tradicional”, como ella solía definirlas, y de que éstos vieran cuánto había crecido “su niñita”, le habían hecho elaborar mentalmente el tan esperado encuentro.
Había conducido durante horas y eso se reflejaba en su rostro. Dio un par de sorbos a su café y volvió a jugar con su dedo sobre el borde de la taza.
En un momento abstrajo su atención en un reloj de pared el cual no tenía agujas, hecho que no le pareció muy curioso (en un principio) y que logró distraerla por unos instantes; pero la razón, que siempre está alerta y suele zamarrearnos cuando algo rompe nuestros preconceptos de la realidad, le hizo que se replanteara aquella situación preguntándose si realmente, le extrañaba más el hecho de que el reloj no tuviese agujas o que a ella eso no le extrañase. Estuvo a punto de preguntarle a la mesera sobre ello, cuando ésta ingresó a la cocina.
Cuando se disponía a olvidarse del asunto y dar otro sorbo a su café, escuchó la voz de una niña que decía:

-Laura, sígueme.

Al voltear la cabeza hacia donde provenía la voz, vio a una niña de unos 7 años de edad, de cabellos negros y lacios, que vestía una remera azul y unos pantaloncitos cortos de color bordó. La niña estaba descalza. Con una mano abrazaba a una muñeca contra su pecho y con la otra, extendida hacia ella, en actitud de espera a que la tomase.
Laura se levantó de la banqueta con la intención de acercarse a la niña, cuando la sorprendió un dolor agudo que hizo que cayera de rodillas al piso.
El mismo se sentía como si una aguja se clavara con fuerza abriéndose camino desde un costado de su seno izquierdo, para salir, desgarrando la carne, a unos centímetros por debajo de su clavícula derecha. La habitación giraba en torno suyo, y por momentos, cuando lograba abrir los ojos, veía destellos azules y rojos que dibujaban por instantes, siluetas sin rostros que parecían observarla. Un fuerte murmullo de voces cuyo lenguaje no podía interpretar, zumbaba en sus oídos.
Se mantuvo unos instantes arrodillada con la manos apoyadas contra el suelo intentando recuperar la respiración. Un sudor frío empapó su frente.
Habrán pasado uno o dos minutos hasta que logró volver en sí y levantar la cabeza para mirar hacia donde se encontraba la niña y ver que ésta ya no estaba allí, y un par de minutos más para recuperarse del hecho de no encontrarla.
Si el suceso de que un reloj no tuviese agujas, hacía unos momentos, le había parecido extraño, el que una niña desaparezca en un instante, superaba toda capacidad de raciocinio.
Cuando volvió a incorporarse, la mesera salía de la cocina con una jarra con café para ofrecerle más.

-¿Vió Usted, a una niña de unos 7 años parada junto a la puerta? -Preguntó Laura a la mesera.
-No. -Contestó ésta-. Usted es la única cliente que ha venido hoy y si alguien hubiese entrado, debería haber escuchado el sonido de la campanilla de la puerta de entrada.

Laura miró hacia la puerta y constató lo que la mesera decía. Atornillado sobre el marco de ésta, había un adorno de bronce con forma de campanilla que advertía cada vez que se abría o cerraba la misma.

-¿Quiere más café? -Preguntó la mesera mientras iba sirviéndole en la taza.

Laura sin responder se dirigió hacia el toilette de damas, se paró frente al lavabo y se miró durante unos instantes en el espejo.

-Estás perdiendo la razón. -Le dijo a su imagen en el espejo.
-Debe de ser el stress por tanto estudio. Sí, tiene que ser eso. -Pero esta vez se lo dijo para sí misma.
Abrió la canilla, colocó sus manos en forma de cuencas debajo del hilo de agua y se mojó la cara. Volvió a tomarse un instante para mirarse en el espejo, cerró los ojos y aspiró una bocanada de aire, el que exhaló lentamente por la boca.
De pronto la sobresaltó nuevamente la voz de la niña diciéndole:

-Laura, sígueme.

Al abrir los ojos, la vio parada a su lado, pero esta vez la niña no esperó a que ella tomara su mano, sino que, asió firmemente su antebrazo y tironeó de ella, al mismo tiempo que señalaba la puerta con su otra mano, en la que aún sostenía a la muñeca.
En ese instante no pudo pronunciar palabras, puesto que la punzada volvió a instalarse en su pecho, cortándole la respiración.
Todo empezó a girar nuevamente a su alrededor y las paredes comenzaron a desvanecerse, así como el lavabo, el piso y el techo. Y el murmullo de voces que parecía ininteligibles hace unos instantes, comenzó a transformarse en lenguaje que su mente podía interpretar como palabras conocidas.
Laura cayó al piso y estuvo inconsciente por unos instantes. Al abrir los ojos vio dibujarse el rostro de un hombre que estaba arrodillado sobre el asfalto, a su lado.

-Bienvenida a casa. Acaba de sufrir un paro cardiorespiratorio y tuvimos que usar el desfibrilador. Descanse. Usted se repondrá.

Laura intentó hablar y sintió que algo cubría su boca y ,como un auto reflejo, movió su mano como para quitarlo.

-No la quite. Es la mascarilla de oxígeno. -Dijo el paramédico-. Tuvo suerte que un camionero viera el accidente y nos diera aviso rápidamente. Al parecer, una mujer que viajaba con su hija en sentido contrario al suyo, perdió el control del vehículo y la embistió.

-¿Y la niña? -Preguntó Laura.

El hombre bajó la cabeza y no respondió. Con la ayuda de otro paramédico, la colocaron sobre la camilla y la subieron a la ambulancia; y en el instante en que se cerraba la puerta de la misma, Laura miró hacia afuera con lágrimas en sus ojos y allí estaba ella, aún abrazando a la muñeca.
Ambas se miraron durante un momento y se sonrieron con cierta complicidad. Y mientras la imagen de la niña se desvanecía entre las luces y las primeras gotas de lluvia, Laura alcanzó a decir un gracias entre labios.


Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)


El viaje en tren




Claudia dejó escapar (por descuido) un suspiro mientras miraba por la ventanilla del tren, con su mente en vaya a saber qué recuerdo, cuando la sobresaltó la voz del guarda solicitándole el pasaje.
El hombre, de unos sesenta y algo, sonrió con amabilidad mientras examinaba el mismo y dijo:
-Vas a la ciudad. ¿De visitas o por trabajo? -Y se lo devolvió.
-Por nada en especial. -respondió ella, y volvió a sumergirse en el paisaje que se dibujaba en forma abrupta sobre la ventanilla, como violentas pinceladas de un artista desquiciado.
Los matices eran variados así como los trazos, cambiando de un instante a otro, lo que impedía mantener una continuidad anímica. Era violentamente hermoso.
Por momentos, ella intentaba seguir el contorno con su vista; era una costumbre que había adquirido desde muy pequeña, cuando acompañaba a su padre en el tractor a hacer sus faenas; pero en esta ocasión, este ejercicio le era imposible y se abandonó a los estímulos sin ejercer resistencia alguna.
Habrá estado así algunas horas. Volvió a escapársele un suspiro, quizás, por otro descuido.
Buscó dentro de su bolso un cuadernito de tapas blandas forrado en papel araña, en el que guardaba un trébol de cuatro hojas seco, al que solo ya le quedaban tres, una foto de sus padres y algunas cartas que nunca había enviado. Y abrió una página al azar; tal vez no era tan así, y comenzó a leer en un murmullo casi imperceptible:

“Son las tres de la tarde. Hoy estoy feliz...
...aunque he visto a papá algo preocupado.
Quizás más tarde me diga porqué...”


Si bien se enteró años después, no fue menos doloroso. Tal vez dolor no es la palabra exacta. ¿Desconcierto, pena, algo de ira quizás? Más tarde comprendió, que a veces el amor se hace una costumbre y que se pierde... y sus padres prefirieron acordar la compañía.

Claudia dejó escapar el cuaderno entre sus manos; dudo que esta vez fuera por descuido, y acordó:

“ que el amor, que puede ser costumbre.
...desconcierto, pena, ira...
no se escape por descuido en las violentas pinceladas de los días”.


Gabriel Parrinello (codename: steppenwolf)


viernes, 3 de diciembre de 1999

Mis cuentos